Los Vientos

Los vientos purifican la ansiedad del mundo. Se mueven en la dimensión de los horizontes. Son azules como los espejismos del cielo y asumen el verde palpitar de las altas montañas, recorren con sus dedos ingrávidos la piel de los grandes océanos, se disfrazan de nieblas y de espumas y se asoman al corazón de los hombres navegando en el tranquilo fluir de sus arterias. Se alimentan de este modo de su principio generador de energía, es decir, los sueños humanos.

En realidad los vientos son los sueños de los hombres que recorren el dilatado espacio de la vida adentrándose en la geografía de los heroísmos y de las soledades, de las terribles cobardías y de la profundidad del amor y en sus largos recorridos por tierras inhóspitas se alumbran sobre todo con la luz de la esperanza sorteando los pétalos desgarrados de las estrellas.

Desde la atalaya de mi palacio de los vientos se puede observar el bien y el mal, la alegría de vivir y el dolor del universo. En realidad en lo alto de mi palacio ondea siempre una bandera blanca que en el fondo no deja de ser un punto de referencia para los pájaros y para los hombres.

Y de todo esto vamos a conversar en este blog.

28 de abril de 2011

Y Cervantes, ¡al fin!, recuperó su infancia


          Ana María Matute posee esa “hondura de infancia” que los especialistas aplicaban a García Lorca y que constituye un atributo de los grandes creadores. El Premio Cervantes  se lo tenían que haber concedido hace muchos años pero los jurados no dejan de ser terribles adultos que saben muy poco de la vida y más vale tarde que nunca. Por eso ella llegó al acto con mucha anticipación y al preguntarle los periodistas, sorprendidos por su puntualidad, explicó con su maravilloso ingenio de niña: “He venido pronto porque si vengo más tarde a lo mejor le dan el premio a otro”.

          Tuve el privilegio de conocerla hace unos años, después de que sufriera una grave enfermedad y de haber sobrevivido a las largas noches de las clínicas camufladas de fiebres y de unos amaneceres lentísimos. Pero entre tantos males, sus sueños se encontraban recorridos por las luces de su fantasía y por la urgente aparición de sus personajes que acudían a visitarla en esa maternal filiación creativa. Espasa acababa de reeditar su “Libro de juegos para los niños de los otros”, la descripción de una vida de la infancia cargada de crueldad. “Se trata de un libro bastante terrible, bastante fuerte, me comentaba, y está descrito con gran crudeza. Es realista y no lo es, tiene un punto poético y a la vez atroz. Creo que posee mucha fuerza porque en aquel momento yo me encontraba muy indignada con esas injusticias tan palpables”.

          Aquellas criaturas marginales han sido devoradas por el tiempo perdiendo su miseria y su inocencia. Ahora han desaparecido aquellas situaciones terribles y han aparecido, en una clónica repetición de la marginalidad, nuevos y dramáticos escenarios. Según me explicaba, recién aterrizada de otros mundos bienaventurados “los niños entonces tenían una mentalidad inocente, no existían tantas familias rotas y eso creaba una situación de mayor estabilidad. La familia es fundamental para que exista una armonía. Por otra parte, no se daban con tanta frecuencia los malos tratos a las mujeres y a los niños”.

          Y por supuesto no dejó de denunciar el despojo que se está llevando a cabo de los cuentos clásicos. “Los niños de aquella época se me han hecho mayores, recuerda con cierta nostalgia, y entonces no leían, pero los niños que me rodean ahora leen mucho. Sin embargo hay autores que han empezado a escribir estupideces. Como carecen de imaginación para escribir una obra propia, entran a saco en esos maravillosos cuentos clásicos que son irrepetibles”.

          En su discurso de la aceptación del Premio Cervantes, cargado de emoción y de sabiduría, explica como la aventura de vivir comienza con una frase: “Érase una vez…” y añadió dos reconfortantes realidades. Para San Juan “el que no ama está muerto” y a su vez ella remarca que “el que no inventa no vive” en una exaltación a la fantasía como motor de la propia existencia. En sus palabras no faltó un recuerdo a su amado compañero de sueños, el muñeco Gorogó que le trajo su padre de Londres y que le ha acompañado a lo largo de la vida. Ahora le esperaba en el hotel, aunque dirigiéndose a él señaló que “estás conmigo, viejo amigo, con tu ojo derecho ya nublado como el mío”.

          Sus últimas palabras de despedida consiguieron que todos los presentes llegaran a contener la respiración. Si algún día “tropiezan con una historia o con alguna de las criaturas que transmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado”. Ella misma no deja de ser una bellísima invención de sus propios sueños, ese ser tiernamente humano llamado Ana María Matute.

18 de abril de 2011

La procesión de la luna

La luna de Sevilla tiene dimensión de espejo proyectada sobre un cielo añil. Es una luna redonda que parece de porcelana y paso a paso recorre los claros caminos de la noche de Sevilla hasta que se detiene a descansar, envuelta en oro, sobre los siglos de vida de la iglesia de Santa Marina, que la sostiene en el tejado con arte de costalero. Son las dos de la mañana y las cercanas iglesias parecen espantar con sus torres este fandango de sombras. Ahí están San Marcos, San Julián, San Luis o la Macarena, que se empinan para contemplar el ensayo de la cuadrilla de la Hermandad de la Resurrección, la última cofradía de la Semana Santa, que sale con el Señor Resucitado y la Virgen de la Aurora.

Curiosamente yo no he visto nunca las procesiones de Sevilla a la luz del sol sino a la luz de la luna, mientras treinta y cinco costaleros ensayaban el recorrido del paso en un laberinto blanco de callejuelas en torno a San Luis. El espectáculo, inmerso en esta luz de alabastro, resultaba tan irreal, tan mágico, que todavía sigue avanzando cada Semana Santa por esa encrucijada de caminos que recorre el alma. En el silencio profundo de la noche, mientras los vecinos avanzaban en el sueño sin sospechar que a su lado desfilaba esa fantasmal procesión, sólo se escuchaba el sonido uniforme de las alpargatas… ssst, sssst, ssssssssst… mientras temblaba la luna. Sobre el paso se amontonaban los sacos de cemento con el peso real que iba a llevar cada costalero sobre su cuello y una radio diminuta marcaba el ritmo de la música que más que oír se sentía para no despertar a los durmientes. No había belleza en aquella visión sino una especie de trágico desafío desbordante de sacrificio y la pasión de un amor que se transmite de padres a hijos con la poderosa energía de la vida.

En ese momento el capataz , taxista de profesión y costalero de pura sangre a lo largo de treinta años, pregunta: “Antonio, mi arma, ¿estás?”. Una voz contesta con firmeza: “¡Aquí estoy!”. Continúan las mismas preguntas, el mismo ritual que se mantiene a lo largo de los años y que volverás a escuchar los nietos de los nietos de estos hombres. De nuevo la energía de la orden: “¡Tós por igual! ¡Valientes! ¡A ésta es!”. Suena el martillo y la cuadrilla se levanta de un salto con tan poderoso impulso que los mil kilos del paso caen de golpe sobre sus cuellos. Es la levantá, momento vibrante en el recorrido de las cofradías, cuando tiembla el corazón al ritmo de esa fuerte sacudida. Pero ahora no hay ningún Cristo acariciando los balcones con las manos desde la cruz. No hay ninguna Virgen sufriendo penas entre el temblor de los cirios. Sólo hay planchas de acero y sacos. Se escucha el sonido del andar racheado, sordo y uniforme. El sonido del esfuerzo.

Alrededor hay colas de voluntarios que acuden con la esperanza de que alguien falle y quede un puesto libre, lo que se entiende como “pedir sitio”. Año tras año, y en cada cofradía, acuden con la renovada ilusión de formar parte de una cuadrilla. Llevan en la mano una bolsa de plástico con “la ropa”: la tela del costal, las alpargatas y la faja, armas humildes del costalero. Para el capataz, uno de los peores momentos es cuando se enfrenta a estos hombres y, después de observar su estatura entre un silencio sepulcral, elige sólo a alguno de ellos. Los demás tragan saliva y aprietan “la ropa” bajo el brazo. Tal vez el año próximo tengan más suerte. “Después de formar cuatro cuadrillas de ciento cuarenta hombres, hubo que echar p´atrás a noventa tíos”, explica apesadumbrado uno de los ayudantes del capataz.

Y da comienzo la parte más importante, “la igualá”, es decir, la operación de medir a los hombres para que la altura sea exactamente igual y todos soporten el mismo peso. Es la hora de la verdad para el capataz, porque de su elección dependerá el buen funcionamiento del paso. Coloca a los costaleros en filas de cinco, mientras mide cabezas y cuellos con perspicaz mirada. A lo largo de tres horas, baraja todas las fórmulas y termina por igualar la cuadrilla.

La disciplina es absoluta. Para la “gente de abajo” la voz de capataz dando órdenes –“derecha, adelante!” es el único contacto con la realidad. Y en los momentos difíciles, cuando los costaleros sufren, porque la palabra sufrir se ha convertido en un término habitual en su lenguaje, también es el capataz el que levanta los ánimos y marca el rumbo hasta conseguir auténticas proezas. Basta con observar las salidas de los pasos por las puertas ojivales como la de la Virgen de los Desamparados por la de San Esteban, sorteando agudas puntas que parecen puñales. Ahí los costaleros trabajan con la rodilla en tierra para no rozar el palio. Son instantes aterradores como cuando el capataz exige a sus costaleros la máxima tensión. “¡Ustedes se van a morir ahora!”.

Cada cual tiene su estilo. Un capataz mítico fue Manolo Santiago un hombre de una pieza que sabía mandar como nadie. Hablaba con el corazón, a veces llorando, sintiendo en su cuello el mismo insoportable dolor: “Lo haces por tu hijo, que al llegar a casa puedas mirarle a los ojos y decirle: “¡Vengo de llevar a la Madre de Dios!”. En el aire de Sevilla, todavía se conservan sus gritos de ánimo: “¡Matarse en la levantá!¡Valientes!”

Debajo del paso se sitúan una serie de travesaños de lado a lado, “de costero a costero”, que son las trabajaderas donde caben cinco o seis hombres y la mayoría tienen siete filas. La colocación del costal es de especial importancia para evitar que sufra el costalero. Hay que liarlo de modo que se ajuste bien la morcilla en la nuca, lugar donde cae el peso de la trabajadera. Estas morcillas pueden ir rellenas de trozos de medias de mujer, pelo de rabo de vaca, la trenza de las ristras de ajo o simple estopa.

Todavía falta un poco de luna para que sean las tres de la madrugada. Termina el ensayo y los costaleros se sientan cansados para cumplir el último ritual, es decir, el reparto de bocadillos. A mi lado un muchacho le explica al capataz: “No me puedo quedá a comer porque me voy derecho a la fábrica. Empiezo el turno a las cuatro”. Ahora, mientras inician las estrellas sus extrañas danzas, para muchos de estos hombres, que sólo duermen tres horas, comienza una nueva batalla, la del sueño.

Los costaleros viven experiencias tan intensas que en ocasiones se les saltan las lágrimas. “Una vez nos quedamos de piedra, explica uno de ellos.. Se nos acercó una prostituta, levantó el faldón y a los de primera fila nos roció de perfume. Se nos hizo un nudo en la garganta. También me impresionó una viejecita que nos dejó en la mano un billete. “Es todo lo que tengo”, dijo. Puedo decir que la mejor levantá de la noche fue para ella”.

“Hay quien nos llama locos perdíos, explica Miguel Angel, vendedor de veintinueve años. He llegado a hacer locuras en mi trabajo para poder compaginarlo con esto. Lo llevo muy dentro y con lo único que luchas es con el corazón. Bajo las trabajadoras se juntan el magistrado y el parado. Yo me siento primero cristiano y después cofrade pero ahí abajo hay gente que ni siquiera es católica. Nuestro Padre Jesús estará contento de que, de una forma u otra, se le acerquen”.

Por el aire de Sevilla suena una copla: “La Virgen del Patrocinio dice al celestial portero: “¡San Pedro, déjalo entrar, que éste fue mi costalero!” “. Bailan en el cielo nombres de antiguos veteranos: Cerrojo, Sacramento, Catafra, el Farolero, el Gaseosero… mientras se escucha la voz del contraguía que parece empujar el paso. “¡Vámonos!”. Y la procesión de la luna se pone en marcha.

10 de abril de 2011

La revolución de las camisetas

No puedo respirar. Tengo arritmia. Me encierro en mi palacio color de rosa (véase su hermosa disposición arquitectónica en Jaipur, India) y cubro las celosías con un papel adhesivo del color de la bienvenida, es decir, del color del chicle, lo que proporciona a mi alrededor una atmósfera bastante friki. Bastante entrañable.
        
Es decir, ya no penetra ni por un resquicio el aire universal, el aire completamente contaminado por la corrupción que nos envuelve y que se pasea tranquilamente por el norte y por el sur de la península ibérica hasta posarse con soltura de buitre en lo alto de la cresta de la Junta de Andalucía o bajo el sol mediterráneo de los cielos de Valencia. Ahora sólo recorren mi vida los vientos purificadores que nacen y mueren entre las sombras del corazón. La existencia continúa su ritmo con algunos latidos de esperanza.

¿Qué fue de aquella España conquistadora donde al sol le costaba recorrer las largas extensiones de sus dominios y llegaba sudando al límite de sus tierras buscando con desesperación el resplandor de la luna? Si alguien no lo remedia y no parece que haya muchos voluntarios, ni muchas entidades financieras dispuestas a inmolarse por el bien del país (véase el ejemplo de generosidad que han proporcionado al mundo los ciudadanos japoneses abrazados a su propia tragedia. Me consta que varios altos directivos que trabajaban en empresas multinacionales han renunciado a sus bien remunerados puestos y han regresado con sus familias a Japón para contribuir a la reconstrucción de las heridas del alma). Si alguien no lo remedia, y desde luego no va a ser la ministra Salgado que se pasea con su dorado resplandor entre las más negras pesadillas de nuestros sueños mientras nos anuncia con su risita nerviosa las desgarradoras tragedias que produce el paro, tendremos que ser rescatados después de precipitarnos en caída libre por uno de esos acantilados, eso sí, bellísimos y abruptos, como los que prefiguran la Costa da Morte.

¿Qué fue de aquella España protagonista del Siglo de Oro que asombró al mundo por su riqueza cultural, por la calidad de su literatura, por la proyección de su humanidad, por el despejado horizonte que se alimentaba de la riqueza de su propio espíritu? En esa aldea torva y mediática en que nos hemos transformado triunfa el cínico espectáculo  que todos hemos contribuido a crear, de manera especial nuestros políticos, desarrollando la parte más soez e inhumana de nuestra sociedad. Las colas para ver la película de Torrente dan la vuelta a las manzanas, la Belén Esteban enarbola la bandera de la indignidad y hasta Paquirrín llegará a ser alcalde cualquier día de estos.

La torpeza de nuestra clase política resulta inviable y la de los ciudadanos también, aunque de vez en cuando se puede contemplar a gente embutida en una camiseta que refleja sobre la columna vertebral de las abdominales su propia situación anímica de tal modo que anuncia al mundo: “¡Yo no voté a Zapatero!”. Se trata de una especie de catarsis, un salto mortal hacia un nuevo universo mientras que algún que otro ciudadano se apunta con otro modelo de camiseta hacia “la rebelión cívica” en un intento desesperado de indignación a la española en la línea del gran fenómeno editorial “Indignaos” escrito por Stéphane Hessel, judío alemán nacionalizado francés, que ha vendido un millón de ejemplares mientras sacudía con la violencia arrolladora de sus argumentos el pequeño espacio de un millón de conciencias.

También España vive sufriendo un violento acceso de cólera cuyo estallido puede resultar imprevisible. La degradación económica es una hecho pero todavía resulta más grave la degradación moral, la degradación ética, la degradación estética, la degradación humana del ser humano.

Ayer me encontré en Madrid recorriendo la acera de los Nuevos Ministerios una “manifestación de los ninis”, jóvenes con las carreras recién terminadas que ni tienen trabajo, ni tienen casa, ni tienen sueños, ni tienen amor. Llevaban al hombro pancartas que parecían desgarrar sus jóvenes corazones. No eran como los muchachitos del 68 que reivindicaban ensueños de libertad. En sus camisetas sólo pedían trabajo, sin importarles ni sueldos ni horarios. Igual que los torerillos espontáneos que buscaban regar el albero con su propia sangre, también nuestros jóvenes tan sólo piden que se les conceda una oportunidad para poder demostrar que saben enfrentarse a ese toro cetrino de la vida. Son las víctimas inmediatas de nuestros torpes políticos

Mientras tanto ellos se pelean para poder conservar sus bien ganados privilegios viajando en business. Cada eurodiputado se gasta en un viaje vip 1.512 euros ¡Con la que está cayendo! Sólo cuatro de ellos votaron en contra de esta medida, aunque Rosa Estarás del PP de Baleares anunció que se había tratado de una confusión. No, ella no había querido votar que no, había querido votar que sí, pero ¡ay! se había confundido. Añadió muy compungida que sus compañeros de partido le habían llamado “esquirol” (véase lo que les puede suceder a los compañeros de partido cuando se entere la Aído que no le han llamado “esquirola”, término justo dada su condición femenina).

Al mismo tiempo  David Cameron viaja a Granada en una visita privada para celebrar el cuarenta cumpleaños de su esposa. Por supuesto en un vuelo de bajo coste, en Ryanair, es decir, como cualquiera. Se alojaron en el Carmen de la Alcubilla del Caracol, con tres estrellas en la solapa que pagó Cameron de su bolsillo, situado a diez minutos andando hasta la Alhambra, con la sombra de Sierra Nevada persiguiéndoles por las callejuelas. En el propio hotel les recomendaron visitar  el municipio de Güejar Sierra. Allí tomaron dos cafés, dos euros, y les invitaron a probar un dulce tradicional por haber llegado a tiempo a la semana cultural del pueblo. Después comieron en un merendero y cenaron  en el Albaicín. Preguntaron cortésmente si tenían una mesa disponible en el restaurante y ellos mismos se llevaron sus copas de vino. La cuenta no llegó a los cincuenta euros. El dueño todavía no se lo cree, como explica en El Mundo.  “Parece una tontería pero con los políticos locales estamos acostumbrados al mando y servicio. Llegan, ocupan la mejor mesa y hay que corregirlos discretamente porque la secretaria les había reservado otra. Ellos llegaron y preguntaron si había sitio. Es un poco triste que llame la atención”. En fin, una alegra y plácida velada y una inolvidable lección de sobriedad.

Claro que también nos enteramos ese mismo día de que Chaves presentó a su hijo a un inmobiliario que le contrató y que Camps impone al PP unas listas con nueve implicados por corrupción. Una delicia.

Y en Madrid un sol incandescente como una llamarada se suma a la manifestación de las Victimas del Terrorismo. Millares de personas, millares de esperanzas que piden a gritos el final de las treguas trampa. Hay muchas fotos de jóvenes caídos por los fogonazos de las balas que nos contemplan detrás de sus sonrisas con miradas radiantes de eternidad. Bastantes caras conocidas con vaqueros y camisas de cuadros y Rajoy, como siempre, perdido en combate. Los gritos más repetidos Za-pa-te-ro-di-mi-sión y Ru-bal-ca-ba-a-pri-sión se vuelven una amarga sinfonía. ¡No más mentiras! gritan las conciencias. Alguien recuerda que en el caso Watergate, en el impeachment, aquel célebre proceso tan cinematográfico contra Nixon, el presidente tuvo que hacer las maletas y salir por la puerta de atrás de la Casa Blanca. La razón fue que había mentido al pueblo soberano.

Somos nosotros ahora, deslumbrados por esa terrible luz que nos envuelve, conmovidos por tantas risueñas miradas que nos contemplan bajo la tierra de nuestra memoria, somos nosotros ese pueblo soberano que busca recuperar su propia dignidad. Walt Whitman desde la profundidad de su “Canto a mí mismo”, canta…”Miro hacia atrás/ y me veo en la niebla discutiendo con satíricos y sofistas / Pero yo no he venido a disputar ni a escarnecer / Estoy aquí observando y…¡espero!”. Siempre la esperanza como una luna abierta hacia un futuro que puede ser nuestro. Todavía hay remedio.