Los Vientos

Los vientos purifican la ansiedad del mundo. Se mueven en la dimensión de los horizontes. Son azules como los espejismos del cielo y asumen el verde palpitar de las altas montañas, recorren con sus dedos ingrávidos la piel de los grandes océanos, se disfrazan de nieblas y de espumas y se asoman al corazón de los hombres navegando en el tranquilo fluir de sus arterias. Se alimentan de este modo de su principio generador de energía, es decir, los sueños humanos.

En realidad los vientos son los sueños de los hombres que recorren el dilatado espacio de la vida adentrándose en la geografía de los heroísmos y de las soledades, de las terribles cobardías y de la profundidad del amor y en sus largos recorridos por tierras inhóspitas se alumbran sobre todo con la luz de la esperanza sorteando los pétalos desgarrados de las estrellas.

Desde la atalaya de mi palacio de los vientos se puede observar el bien y el mal, la alegría de vivir y el dolor del universo. En realidad en lo alto de mi palacio ondea siempre una bandera blanca que en el fondo no deja de ser un punto de referencia para los pájaros y para los hombres.

Y de todo esto vamos a conversar en este blog.

14 de junio de 2011

El corazón de Borges en La Casa de América


Veinticinco años después de su muerte Borges se sitúa más allá de la frontera de nuestras vidas, inmerso en su portentosa eternidad, y al mismo tiempo más cercano que nunca, observándonos desde la infinita oscuridad de su mirada, desafiando los moldes de la realidad establecida con la distorsión de su irónica sabiduría, estructurando pactos de silencio en búsqueda de asombrosas iluminaciones, envolviendo los erráticos caminos de nuestra sociedad  con un deslumbrante manto de erudición.

En la necesidad que nos envuelve de sentirle cerca, tan gran creador de tantas criaturas que recorren las vidas de los seres imaginarios, la Casa de América ha montado un interesante ciclo que ha seguido con gran atención un público joven y que tenía el hermoso título de “Milonga de arena, rosa y laberinto. Jorge Luis Borges 25 años después”.Le recordaron personajes tan cercanos a su propia historia como María Kodama o a su intensa creación  como Ignacio Echevarría, Marcos Ricardo Barnatán, Luis García Montero, Alberto Manguel, el escritor y editor argentino-canadiense que según afirma, “en el futuro el mero hecho de leer se convertirá en un acto de rebeldía” o el brillante escritor argentino Ricardo Piglia, ganador del Premio  Rómulo Gallegos 2011 por su novela “Blanco nocturno” y profundo conocedor de la obra de Borges a cuyos múltiples espejos ha podido acercarse a través de los distintos planos de brillantes conferencias y ensayos.

Hace ya una serie de años un amigo argentino periodista que conocía mi admiración y mis largos recorridos por el universo de Borges perdiéndome en la magia de sus laberintos, en la multiplicación permanente de inalterables presencias o en las bifurcaciones vitales de la propia realidad que engendran historias paralelas y miméticas, este amigo me hizo un regalo que conservo siempre cerca.  Se trata de “La rosa profunda”, un libro de poemas publicado en Buenos Aires en agosto de 1975  con una dedicatoria del autor, una firma de ciego sintetizada en tres trazos ininteligibles y ascendentes, una línea que se transforma en un punto sobre un plano, la realidad metafísica de Kandinsky.

En el prólogo, Borges explica que por Musa debemos entender lo que los hebreos y Milton llamaron el Espíritu y lo que nuestra triste mitología llama lo Subconsciente. Su proceso creativo, según explica, suele ser invariable: “Empiezo por divisar una forma, una suerte de isla remota, que será después un relato o una poesía. Veo el fin y veo el principio, no lo que se halla entre los dos. Esto gradualmente me es revelado, cuando los astros o el azar son propicios. Más de una vez tengo que desandar el camino por la zona de sombra. Trato de intervenir lo menos posible en la evolución de la obra. No quiero que la tuerzan mis opiniones, que son lo más baladí que tenemos. El concepto de arte comprometido es una ingenuidad, porque nadie sabe del todo lo que ejecuta”.

1 de junio de 2011

La música del paro

El paro tiene música. Ronca, nostálgica, desesperada. Son cinco millones de sonidos que recorren las arterias de ese cuerpo gigantesco  que es el metro, con brazos y piernas de hierro que se extienden a lo largo de cientos de kilómetros explorando los sentimientos íntimos de la miseria humana.

Son los mismos hombres y mujeres que cantan y cantan sepultados bajo tierra durante horas en las mismas esquinas de los andenes. Son ya caras conocidas, familiares, que forman parte de ese paisaje subterráneo del alma. Nadie se indigna por ellos, no tienen espacio en las ansiedades de los jóvenes que acampan. Son extraños al mundo, emigrantes, sin rostro, sin identidad, sin papeles. Sólo cantan y cantan observando con ansiedad una humilde lata donde bailan unas solitarias monedas para poder subsistir o quizá para conservar su dignidad de seres humanos. Sueñan que trabajan, sueñan que debutan en ese escenario infernal.

A veces sus voces poseen una belleza estremecedora. Fados portugueses que vibran con dulzuras de nostalgia entre pulmones de plomo, baladas rumanas como luces de amor entre tanta oscuridad subterránea. Rostros de amores perdidos, de hijos lejanos, de padres con perfil de eternidad que viven confiados sabiendo que trabajan y que ¡al fin! han encontrado un universo nuevo y confortable que les ha recibido con los brazos abiertos como les cuentan desde los locutorios.

            Pero no, en ocasiones el metro se convierte en una noche mulata y caribeña estremeciéndose con bruscos ritmos de palmadas en el luminoso trasero de la vida. Cantan en equipo, Tito Puente, el rey de los timbales, flaco y cetrino, Charlie Sepúlveda abrazado a su trompeta sujetándose los pantalones con un viejo cinturón, Giovanni Hidalgo, congas y chekere y el tema “Obsesión” mientras pasa delante de ellos la vida atropellándoles, miles de viajeros con prisa, pisándoles el tiempo los talones y estos tíos con mambos y bebop o quien sabe, guarachas y salsas junto a las escaleras metálicas, polirritmos africanos en el otro andén, guagancós al volver el pasillo, el circo del dolor cargado de ritmo, que venga Rubalcaba a saltar un rato, que venga la Espe a bailar, que venga la clase política a darse un garbeo por el metro de incógnito, que sepan lo que es la alegre vida latiendo despreocupadamente en el corazón de España.
            Sin embargo, tranquilos, nadie les ve ni nadie les escucha, ni siquiera los miles de muchachos que mueven los brazos con tanta gracia en la superficie de la tierra recuerdan a los cinco millones de parados (a pesar de que ellos también lo están), ni señalan con el dedo al gobierno, ni tienen palabras de ánimo destinadas a los zombis que viven en las catacumbas, criando sonidos. Tranquilos, nadie los ve ni nadie los escucha.

            “The Washington Post” llevó a cabo una investigación perturbadora. Un hombre joven, vestido de negro, con una visera negra en la cabeza sacó su violín y empezó a tocar un día gélido del mes de enero en una estación de metro de Washington. Durante 45 minutos interpretó seis obras de Bach. A lo largo de ese tiempo pasaron a su lado alrededor de mil personas que se dirigían a sus trabajos. Tuvo suerte, al cabo de cuatro minutos una mujer le arrojó un dólar y siguió su camino. Poco después se paró un hombre a escuchar pero miró su reloj y siguió su camino también. El que puso más interés fue un niño de tres años que se empeñó en quedarse allí pero su madre le arrastró para seguir su camino como es lógico. Eso sí mientras andaba volvía la cabeza para escuchar. Lo mismo sucedió con otros niños que iban a la guardería. Durante ese tiempo sólo se detuvieron siete personas y otras veinte dieron dinero sin pararse. El violinista consiguió 32 dólares. Cuando terminó nadie le aplaudió, ni le miró, nadie se dio cuenta de que había dejado de tocar.

            Resulta que el artista del metro era Joshua Bell, uno de los mejores músicos del mundo tocando las obras más complejas que existen. He tenido la oportunidad de escucharle y realmente su música es de una perfección técnica y de un sentimiento conmovedor. Eso sí, tocaba en el metro con un Stradivarius valorado  en 3´5 millones de dólares. Sin embargo, tranquilos, nadie le vio ni nadie le escuchó. Bien es cierto que dos días antes de su actuación agotó las localidades un teatro de Boston con entradas que costaban una media de cien dólares.

            En esta ocasión la belleza y el talento se transformaron en sombrío vapor y el alma del violín perdió su compostura. Pero la música del paro es mucho más sencilla, se mueve en el pentagrama de la necesidad y sus notas se introducen entre las cuchilladas de la vida. Generalmente la música del paro nace y muere entre las notas broncas del acordeón.

            Pio Baroja lo sabía y por eso escribió ese sentimental elogio destinado al instrumento más humilde del mundo. Claro que cuando habla de barcos hay que contemplar vagones del metro y en lugar de un mar acerado en asfalto la sucinta dimensión de los andenes. Pero es la misma voz humilde que aburre, que cansa, que fastidia pero que alienta la hermosa transparencia de una vida vulgar.

                   

                  ELOGIO SENTIMENTAL DEL ACORDEÓN
Pío Baroja

¿No habéis visto, algún domingo, al caer la tarde, en cualquier puertecillo abandonado del Cantábrico, sobre la cubierta de un negro quechemarín, o en la borda de un patache, tres o cuatro hombres de boina que escuchan inmóviles las notas que un grumete arranca de un viejo acordeón?

Yo no sé por qué; pero esas melodías sentimentales, repetidas hasta el infinito, al anochecer, en el mar, ante el horizonte sin límites, producen una tristeza solemne.

A veces, el viejo instrumento tiene paradas, sobrealientos de asmático; a veces, la media voz de un marinero le acompaña; a veces también, la ola que sube por las gradas de la escalera del muelle y que se retira des­pués murmurando con estruendo, oculta las notas del acordeón y de la voz humana…

Pero luego aparecen nuevamente y siguen llenando con sus giros vulgares y sus vueltas conocidas el silencio de la tarde del día de fiesta, apacible y triste.

Y mientras el señorío del pueblo torna del paseo; mientras los mozos campesinos terminan el partido de pelota, y más animado está el baile en la plaza, y más llenas de gente las tabernas y las sidrerías; mientras en las callejuelas, negruzcas por la humedad, comienzan a brillar, debajo de los aleros salientes, las cansadas lámparas eléctricas, y pasan las viejas, envueltas en sus mantones, al rosario o a la novena, en el negro quechemarín, en el patache cargado de cemento, sigue el acordeón lanzando sus notas tristes, sus melodías lentas, conocidas y vulga­res, en el aire silencioso del anochecer.

¡Oh la enorme tristeza de la voz cascada, de la voz mortecina que sale del pulmón de ese plebeyo, de ese poco románticos instrumento!

Es una voz que dice algo monótono, como la misma vida, algo que no es gallardo, ni aristocrático, ni antiguo; algo que no es extraordinario, ni grande, sino pequeño y vulgar, como los trabajos y los dolores cotidia­nos de la existencia.

¡Oh la extraña poesía de las cosas vulgares!

Esa voz humilde que aburre, que cansa, que fastidia al principio, revela poco a poco los secretos que oculta entre sus notas, se clarea, se transparente, y en ella se traslucen las miserias del vivir de los rudos marineros, de los infelices pescadores; las penalidades de los que luchan en el mar y en la tierra, con la vela y con la máquina; las amarguras de todos los hombres uniformados con el traje azul sufrido y pobre del trabajo.

¡Oh modestos acordeones! ¡Simpáticos acordeones! Vosotros no contáis grandes mentiras poéticas, como la fastuosa guitarra; vosotros no inventáis leyendas pastoriles, como la zampoña o la gaita; vosotros no lle­náis de humo la cabeza de los hombres, como las estridentes cornetas o los bélicos tambores. Vosotros sois de vuestra época: humildes, sinceros, dulcemente plebeyos, quizá ridículamente plebeyos; pero vosotros decís de la vida lo que quizá la vida es en realidad: una melodía vulgar, monótona, ramplona, ante el horizonte ilimitado...