La luna de Sevilla tiene dimensión de espejo proyectada sobre un cielo añil. Es una luna redonda que parece de porcelana y paso a paso recorre los claros caminos de la noche de Sevilla hasta que se detiene a descansar, envuelta en oro, sobre los siglos de vida de la iglesia de Santa Marina, que la sostiene en el tejado con arte de costalero. Son las dos de la mañana y las cercanas iglesias parecen espantar con sus torres este fandango de sombras. Ahí están San Marcos, San Julián, San Luis o la Macarena, que se empinan para contemplar el ensayo de la cuadrilla de la Hermandad de la Resurrección, la última cofradía de
la Semana Santa, que sale con el Señor Resucitado y la Virgen de la Aurora.
Curiosamente yo no he visto nunca las procesiones de Sevilla a la luz del sol sino a la luz de la luna, mientras treinta y cinco costaleros ensayaban el recorrido del paso en un laberinto blanco de callejuelas en torno a San Luis. El espectáculo, inmerso en esta luz de alabastro, resultaba tan irreal, tan mágico, que todavía sigue avanzando cada Semana Santa por esa encrucijada de caminos que recorre el alma. En el silencio profundo de la noche, mientras los vecinos avanzaban en el sueño sin sospechar que a su lado desfilaba esa fantasmal procesión, sólo se escuchaba el sonido uniforme de las alpargatas… ssst, sssst, ssssssssst… mientras temblaba
la luna. Sobre el paso se amontonaban los sacos de cemento con el peso real que iba a llevar cada costalero sobre su cuello y una radio diminuta marcaba el ritmo de la música que más que oír se sentía para no despertar a los durmientes. No había belleza en aquella visión sino una especie de trágico desafío desbordante de sacrificio y la pasión de un amor que se transmite de padres a hijos con la poderosa energía de la vida.
En ese momento el capataz , taxista de profesión y costalero de pura sangre a lo largo de treinta años, pregunta: “Antonio,
mi arma, ¿estás?”. Una voz contesta con firmeza: “¡Aquí estoy!”. Continúan las mismas preguntas, el mismo ritual que se mantiene a lo largo de los años y que volverás a escuchar los nietos de los nietos de estos hombres. De nuevo la energía de la orden: “¡
Tós por igual! ¡Valientes! ¡A ésta es!”. Suena el martillo y la cuadrilla se levanta de un salto con tan poderoso impulso que los mil kilos del paso caen de golpe sobre sus cuellos. Es la
levantá, momento vibrante en el recorrido de las cofradías, cuando tiembla el corazón al ritmo de esa fuerte sacudida. Pero ahora no hay ningún Cristo acariciando los balcones con las manos desde
la cruz. No hay ninguna Virgen sufriendo penas entre el temblor de los cirios. Sólo hay planchas de acero y sacos. Se escucha el sonido del andar racheado, sordo y uniforme. El sonido del esfuerzo.
Alrededor hay colas de voluntarios que acuden con la esperanza de que alguien falle y quede un puesto libre, lo que se entiende como “pedir sitio”. Año tras año, y en cada cofradía, acuden con la renovada ilusión de formar parte de una cuadrilla. Llevan en la mano una bolsa de plástico con “la ropa”: la tela del costal, las alpargatas y la faja, armas humildes del costalero. Para el capataz, uno de los peores momentos es cuando se enfrenta a estos hombres y, después de observar su estatura entre un silencio sepulcral, elige sólo a alguno de ellos. Los demás tragan saliva y aprietan “la ropa” bajo el brazo. Tal vez el año próximo tengan más suerte. “Después de formar cuatro cuadrillas de ciento cuarenta hombres, hubo que echar p´atrás a noventa tíos”, explica apesadumbrado uno de los ayudantes del capataz.
Y da comienzo la parte más importante, “la igualá”, es decir, la operación de medir a los hombres para que la altura sea exactamente igual y todos soporten el mismo peso. Es la hora de la verdad para el capataz, porque de su elección dependerá el buen funcionamiento del paso. Coloca a los costaleros en filas de cinco, mientras mide cabezas y cuellos con perspicaz mirada. A lo largo de tres horas, baraja todas las fórmulas y termina por igualar la cuadrilla.
La disciplina es absoluta. Para la “gente de abajo” la voz de capataz dando órdenes –“derecha, adelante!” es el único contacto con
la realidad. Y en los momentos difíciles, cuando los costaleros sufren, porque la palabra
sufrir se ha convertido en un término habitual en su lenguaje, también es el capataz el que levanta los ánimos y marca el rumbo hasta conseguir auténticas proezas. Basta con observar las salidas de los pasos por las puertas ojivales como la de la Virgen de los Desamparados por
la de San Esteban, sorteando agudas puntas que parecen puñales. Ahí los costaleros trabajan con la rodilla en tierra para no rozar el palio. Son instantes aterradores como cuando el capataz exige a sus costaleros la máxima tensión. “¡Ustedes se van a morir ahora!”.
Cada cual tiene su estilo. Un capataz mítico fue Manolo Santiago un hombre de una pieza que sabía mandar como nadie. Hablaba con el corazón, a veces llorando, sintiendo en su cuello el mismo insoportable dolor: “Lo haces por tu hijo, pá que al llegar a casa puedas mirarle a los ojos y decirle: “¡Vengo de llevar a la Madre de Dios!”. En el aire de Sevilla, todavía se conservan sus gritos de ánimo: “¡Matarse en la levantá!¡Valientes!”
Debajo del paso se sitúan una serie de travesaños de lado a lado, “de costero a costero”, que son las
trabajaderas donde caben cinco o seis hombres y la mayoría tienen siete filas. La colocación del costal es de especial importancia para evitar que sufra el costalero. Hay que liarlo de modo que se ajuste bien la
morcilla en la nuca, lugar donde cae el peso de
la trabajadera. Estas morcillas pueden ir rellenas de trozos de medias de mujer, pelo de rabo de vaca, la trenza de las ristras de ajo o simple estopa.
Todavía falta un poco de luna para que sean las tres de
la madrugada. Termina el ensayo y los costaleros se sientan cansados para cumplir el último ritual, es decir, el reparto de bocadillos. A mi lado un muchacho le explica al capataz: “No me puedo
quedá a comer porque me voy derecho a
la fábrica. Empiezo el turno a las cuatro”. Ahora, mientras inician las estrellas sus extrañas danzas, para muchos de estos hombres, que sólo duermen tres horas, comienza una nueva batalla, la del sueño.
Los costaleros viven experiencias tan intensas que en ocasiones se les saltan las lágrimas. “Una vez nos quedamos de piedra, explica uno de ellos.. Se nos acercó una prostituta, levantó el faldón y a los de primera fila nos roció de perfume. Se nos hizo un nudo en
la garganta. También me impresionó una viejecita que nos dejó en la mano un billete. “Es todo lo que tengo”, dijo. Puedo decir que la mejor
levantá de la noche fue para ella”.
“Hay quien nos llama locos perdíos, explica Miguel Angel, vendedor de veintinueve años. He llegado a hacer locuras en mi trabajo para poder compaginarlo con esto. Lo llevo muy dentro y con lo único que luchas es con el corazón. Bajo las trabajadoras se juntan el magistrado y el parado. Yo me siento primero cristiano y después cofrade pero ahí abajo hay gente que ni siquiera es católica. Nuestro Padre Jesús estará contento de que, de una forma u otra, se le acerquen”.
Por el aire de Sevilla suena una copla: “La Virgen del Patrocinio dice al celestial portero: “¡San Pedro, déjalo entrar, que éste fue mi costalero!” “. Bailan en el cielo nombres de antiguos veteranos: Cerrojo, Sacramento, Catafra, el Farolero, el Gaseosero… mientras se escucha la voz del contraguía que parece empujar el paso. “¡Vámonos!”. Y la procesión de la luna se pone en marcha.