Veinticinco años después de su muerte Borges se sitúa más allá de la frontera de nuestras vidas, inmerso en su portentosa eternidad, y al mismo tiempo más cercano que nunca, observándonos desde la infinita oscuridad de su mirada, desafiando los moldes de la realidad establecida con la distorsión de su irónica sabiduría, estructurando pactos de silencio en búsqueda de asombrosas iluminaciones, envolviendo los erráticos caminos de nuestra sociedad con un deslumbrante manto de erudición.
En la necesidad que nos envuelve de sentirle cerca, tan gran creador de tantas criaturas que recorren las vidas de los seres imaginarios, la Casa de América ha montado un interesante ciclo que ha seguido con gran atención un público joven y que tenía el hermoso título de “Milonga de arena,
rosa y laberinto. Jorge Luis Borges 25 años después”.Le recordaron personajes tan cercanos a su propia historia como María Kodama o a su intensa creación
como Ignacio Echevarría, Marcos Ricardo Barnatán, Luis García Montero, Alberto Manguel, el escritor y editor argentino-canadiense que según afirma, “en el futuro el mero hecho de leer se convertirá en un acto de rebeldía” o el brillante escritor argentino Ricardo Piglia, ganador del Premio
Rómulo Gallegos 2011 por su novela “Blanco nocturno” y profundo conocedor de la obra de Borges a cuyos múltiples espejos ha podido acercarse a través de los distintos planos de brillantes conferencias y ensayos.
Hace ya una serie de años un amigo argentino periodista que conocía mi admiración y mis largos recorridos por el universo de Borges perdiéndome en la magia de sus laberintos, en la multiplicación permanente de inalterables presencias o en las bifurcaciones vitales de la propia realidad que engendran historias paralelas y miméticas, este amigo me hizo un regalo que conservo siempre cerca. Se trata de “La rosa profunda”, un libro de poemas publicado en Buenos Aires en agosto de 1975 con una dedicatoria del autor, una firma de ciego sintetizada en tres trazos ininteligibles y ascendentes, una línea que se transforma en un punto sobre un plano, la realidad metafísica de Kandinsky.
En el prólogo, Borges explica que por Musa debemos entender lo que los hebreos y Milton llamaron el Espíritu y lo que nuestra triste mitología llama lo Subconsciente. Su proceso creativo, según explica, suele ser invariable: “Empiezo por divisar una forma, una suerte de isla remota, que será después un relato o una poesía. Veo el fin y veo el principio, no lo que se halla entre los dos. Esto gradualmente me es revelado, cuando los astros o el azar son propicios. Más de una vez tengo que desandar el camino por la zona de sombra. Trato de intervenir lo menos posible en la evolución de
la obra. No quiero que la tuerzan mis opiniones, que son lo más baladí que tenemos. El concepto de arte comprometido es una ingenuidad, porque nadie sabe del todo lo que ejecuta”.
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